viernes, 14 de marzo de 2008

5. Muerte

Ya oscureció, es hora de salir a buscar.
No hay mucho viento, como las últimas noches, el viento ha sido terrible, los abedules del patio interior no se mueven como ayer, como si bailaran, toda la noche tambaleándose. Es muy difícil caminar en la orilla del muro con ese viento. En la noche todo es más fácil, los animales casi no se dan cuenta si camino lento, despacio, en silencio.
Pero con el viento me cuesta trabajo, mis pisadas no son tan firmes.
Hay pocas luces encendidas, algunas ventanas solamente. El chico que estudia, como siempre, está allí postrado lee y lee. Dos pisos más arriba los flashes de luz siempre me distraen, parece que salen de la ventana, luces moradas y azules brillan en la oscuridad y se reflejan por todos lados.
Más abajo, en el patio del edificio de enfrente, sale siempre una mujer y prende todas las luces, ilumina todo el patio, los árboles hacen sombra y mis víctimas se esconden, la mujer solamente saca unas bolsas que después aprovechan algunos ratones, y temprano, las aves para comer. A veces me he animado a ir allí a buscar algo interesante, pero nunca hay nada, por eso mejor ya no voy.
Odio que lo haga pues ahuyenta a mis víctimas.
La noche es algo fría, todavía es invierno. Afortunadamente ya pasó la época de heladas, nadie sale cuando estamos bajo cero. Solo yo. Y más cuando tienes una camada aullando de hambre.
La puertita que me ha dejado la vieja del sótano es ideal, puedo salir sin molestar a nadie, y regresar cuando yo quiera.
Desde el otoño nadie se ocupa del jardín, ha crecido mucho la hierba y eso para mi eso es perfecto.
Me decido, y salgo por la puertita, brinco al muro y camino despacio, las luces de la ventana de arriba me distraen, fijo me vista en ellas, pero mis extremidades no se mueven, siguen petrificadas como si quisieran dar un paso, derrepente el chico estudioso se para de su mesa y volteo a verlo, me ve, nos vemos a los ojos, y hace como que nada, y se dirije a la puerta de su habitación. Sigo mi paso. Me distrae un ruido entre aquella selva que ha crecido en el jardín, hay un par de bancos y una mesa de madera entre la hierba, hay algunas bolsas de plástico que el viento ha colado allí.
Nada.
Sigo con pasos delicados por la orilla, sin caerme, balanceándome. Mi cuerpo se siente todavía pesado después del parto, la leche, y todo el trabajo. Es difícil ser madre.
Viene una ráfaga de viento que hace remolino por el patio, mueve los árboles y suena en la hierba seca que no ha sobrevivido el invierno. Voy a mitad de la barda, casi para llegar al patio del edificio de enfrente, en la parte más baja, donde puedo saltar al otro patio, ahora con este cuerpo que es tan pesado no soy tan ágil como antes.
Se prende una luz y oigo un grito "no!" iba a dar un paso y me quedo así, inmóvil. Puedo ver dos a través de la ventana del cubo de las escaleras. Ella rechaza el brazo de un chico y sigue subiendo, él se tambalea un poco. Me quedo hipnotizada un rato con la luz y el movimiento de su pelo.
El temporizador de las escaleras se apaga.
Sigo mi camino hacia el pretil. Lento, un pie después del otro. Me siento tranquila. Oigo ruidos en la hierba, creo que será una buena noche.
Cuando me preparo para descolgarme al pretil, se prende de nuevo una luz, esta vez en el departamento del tercer piso de la izquierda, donde termina la barda. Ha salido al balcón de enfrente una mujer de rosa con una luz naranja que echa humo, otra vez, como siempre, mira las estrellas y aspira humo de esa luz que aumenta de intensidad de vez en vez. La luz se apaga al cabo de unos minutos, mientras yo me descuelgo del pretil al jardín.
He escuchado algunos ruidos entre la hierba.
Finalmente, caigo en silencio, trato de ser muy sigilosa, pues yo ya les he oído, ellos a mi no. Oigo el movimiento entre las hierbas, como truenan las hojas secas, las ramas que han caido de los abedules se mueven y hacen ruido. Las bolsas de plástico se enredan entre las ramas. Derrepente puedo verlo, ahí está, con sus manitas buscando, moviendo.
Mi vista lo fija, siento como mi cuerpo tiembla, mis hombros se colocan en posición y mi cabeza se baja, mi vista siempre fija. Mis uñas salen, y siento un poder que me invade, cómo mis ojos se quieren salir de mi cuerpo, y mis muñecas jalan, pero mis dedos tiemblan y se estiran. Mi cuerpo se prepara. Ahí está mi presa de hoy, la cena de mis hijos.
Ella sigue busqueteando entre las hojas secas, rumiendo en silencio, mirando nerviosa hacia todos lados con sus ojos ciegos. Sin radar. Sin sensores. Con los dientes de fuera, encorvada con las manos torcidas y las orejas bien erectas.
Me preparo para que no se de cuenta, mi cuerpo se prepara apuntando hacia ella.
Cuando se prende de nuevo una luz, esta vez en el edificio de la derecha, la luz ahuyenta a mi presa.

Aparece de nuevo la pareja del cubo de las escaleras, la reconozco por los largos cabellos dorados y la luz que en ellos se refleja. Él la jala otra vez y otra vez, ella se suelta con un ademán y camina rumbo a una puerta, él desaparece.
Ella sigue trantando de abrir la puerta, cuando él llega por detrás y toma su cuello entre sus manos, ella se mueve, baila violentamente. Él la jala, y ella trata de deshacerse de sus manos, sus cabellos rubios me hipnotizan, bailan como pastos en los que se refleja la luz del sol, se enredan entre los brazos que la aprietan.
Los ojos de él no tienen reflejo, son negros como la noche de hoy, sin estrellas. Ella se arroja contra las paredes y yo no puedo dejar de seguirlos, mi presa se ha ido, pero mis ojos siguen clavados allí en los cabellos dorados, la luz que emiten, su movimiento.
Él voltea hacia mi, me ve, mis ojos y los suyos se encuentran por un minuto, su mirada me penetra las pupilas y me asusta, me domina, pero no puedo huir, ahí me quedo, como una piedra.
Ella derrepente se vuelve trapo entre sus brazos, como mis víctimas entre mi boca.
Su cuerpo se vuelve suave y lánguido como el de los ratones después de clavar bien los dientes en su cuello, su pelo dejó de brillar, de moverse, ya no se reflejaba la luz. Decidí regresar a casa, no hay más que hacer aquí.
Creo que él es un gran cazador.
Ojalá la vieja nos haya servido Whiskas para pasar la noche.

Geraldina González de la Vega

1 comentario:

jb@ap dijo...

Gera:

Ahí te van un par de microcuentos. En general escribo más crónica que ficción, pero ahí te van un par de microcuentos respondiendo a tu llamado de auxilio...

Un beso,

Arturo

Repetición instantánea
Arturo Ignacio Peón Barriga

“Dado el antecedente de Escobar, reconozco que vuelvo no sin sobresaltos a mi patria, pero el exilio es la peor tortura a que puede ser sometido un hombre”. Esta fue la última declaración de John “El durito” Forero, antes de ser asesinado en plena sala de llegadas internacionales del aeropuerto “El Dorado” de Bogotá. John pasó los últimos 15 años de su vida entrenando un equipo de 2ª división en Johannesburgo. Era célebre por haber errado con un tiro vergonzoso el penal decisivo de los cuartos de final del mundial de Sudáfrica 2010 en el juego entre Colombia y Croacia.

Ser y nada
Arturo Ignacio Peón Barriga

- “¡Hijo de putain! ¡Cabrón! ¡Poco hombre! Va-t´en au diable! ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste elegir esto?”

… Silencio.

- “Sin duda, madame de Beauvoir. Es natural que esté desolada frente a la muerte de su amante.”

… Silencio. Un sollozo ronco y breve.

- “Aquí termina la sesión. Nos vemos la próxima semana.”, dijo el senil Jacques-Marie Lacán.